Faltaban 10 minutos para que mi hijo saliera del colegio y yo todavía estaba en casa. Debería haber cogido ya el coche.
Llevaba la última hora dándole muchas vueltas a un caso de un perro con el que estamos trabajando. Estábamos mejorando con sus problemas de comportamiento cuando se quedaba solo. Pero ese día se mostraba muy nervioso durante los ejercicios porque en Madrid, donde vive, había caído una nevada monumental. Era un problema que teníamos que resolver de inmediato, con urgencia, para evitar una regresión.
Durante ese tiempo, mi cabeza estaba al 100% volcada en ese perro y en su familia humana. Buscando soluciones y hablando por teléfono con ellos para establecer la mejor estrategia.
Bajé al parking a coger el coche por las escaleras. No quería meterme en el ascensor y perder la cobertura en el móvil.
Era muy importante para ellos que en ese momento no les hiciera esperar.
Y era más importante para mi hijo no hacer lo mismo con él.
Mi corazón latía más rápido de lo normal. Lo percibía en el auricular del teléfono.
Conduje hasta el colegio hablando por el manos libres. Pero no me preguntes nada sobre el camino en coche. Seguí el que hago todos los días de forma automática, sin pensar en ello, porque mi cabeza estaba en otra cosa.
Justo al aparcar el vehículo en el colegio, la familia y yo ya teníamos todo claro sobre los próximos pasos con el perro, y colgamos el teléfono. Pude respirar y pensar: “¡Vale! ¡Fuego apagado! Ahora puedo centrarme al 100% en mi hijo”.
Llegué justo cuando estaban abriendo las puertas, recogí a mi hijo, le di un abrazo, le pregunté qué habían hecho en el colegio, y nos fuimos de la mano hacia el coche.
Más tarde me di cuenta de que mi cabeza no estaba al 100% en disfrutar ese momento. Luego recordé que había visto a padres y madres de compañeros de mi hijo en la puerta, incluidos algunos con los que tengo más confianza y amistad, y no les había dicho ni un “hola”.
Lo hablé después con ellos y me confirmaron que se habían dado cuenta de que algo me pasaba. Se me notaba en la cara, decían.
Cuando vives un evento que te afecta emocionalmente, tu visión se estrecha. Tu cerebro se concentra en dicha situación. Como si llevaras unas anteojeras de caballo, pero emocionales. No ves las cosas que te rodean. Ves aquello que te preocupa, nada más.
Perros con anteojeras
Si tu perro con Ansiedad por Separación se queda solo, no ve si le has dejado algo de pienso esparcido, o un juguete rellenable. Algunos sí, porque tienen mucha motivación por la comida, pero la mayoría no.
O no ve que eso que está mordiendo es un mueble, el sofá o el marco de la puerta.
Tampoco ve que por mucho que ladre no vas a volver y que no tiene sentido seguir haciéndolo.
Podría incluso llegar a doblar barrotes de jaulas metálicas o autolesionarse.
Estando solo entra en un ataque de pánico y no puede ver más allá.
Yo no estaba en ese estado, y aun así me comporté como si llevara anteojeras.
Para tu perro esa situación de soledad que no sabe gestionar en ocasiones dura horas, y ocurre cada día.
Imagínate lo grandes que pueden llegar a ser sus anteojeras emocionales.
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