En los años 80-90 yo estudiaba en un colegio de curas.
Hoy puedo decir que allí aprendí muchas cosas. El nivel educativo era bueno. Y por supuesto, hice amigos que aún conservo hoy en día.
Eran unos tiempos donde la docencia estaba cambiando del estilo de antaño de «la letra con sangre entra» a uno más respetuoso con niños y jóvenes.
Pero había un cura que se resistía a ese cambio.
El Padre Valentín, se llamaba.
Podría casi asegurar que a cualquier niño de mi colegio de esa época, al que hoy en día se le mencione su nombre, le subirán las pulsaciones.
Cuando algo de lo que hacíamos no estaba a su gusto lo mínimo con lo que podía proceder era con un tirón de orejas o del pelo levantándote casi del suelo.
O hacerte la pinza con los dedos en el trapecio, el músculo que une el cuello y el hombro. Todavía recuerdo sus manos gigantes y con una potencia que cuando te apretaba creías que te lo iba a arrancar.
En mi caso nunca pasó de eso.
Pero recuerdo una torta que le dio a un compañero mío, estando de pie, que le tiró al suelo.
O la torsión de muñeca que le hizo a otro que le provocó tener que llevar una bonita escayola durante varias semanas.
Hoy en día es público y notorio que ese estilo de «enseñanza» no provoca respeto, sino miedo e incluso ansiedad.
Por suerte, las cosas han cambiado.
Tengo un hijo de 4 años y puedo decir que me gustaría haber sido niño hoy en día.
Pero eso ya es otro tema.
Con los perros y su educación está pasando algo similar.
Hace años se les enseñaba a fuerza de doblegarlos. De imponernos. De generarles miedo por el mito de tener que ser el macho alfa dominante.
Sí, he dicho un mito, porque la persona que lo creó en su momento, David Mech, lo hizo basándose en unos estudios de hace 80 años. Hoy en día hay mucha más investigación sobre el aprendizaje canino y el propio David Mech ha reconocido su error y el daño que ha causado a la educación de los perros.
Pero esa transición todavía no está hecha del todo.
Aún hoy se ven en televisión educadores como César Millán, Borja Capponi o Jas Leverette. Utilizan métodos basados en la teoría de la dominancia, muy visuales en televisión. Pero causan daños (físicos, emocionales, cognitivos y/o sociales) en los canes.
Por suerte no se ven ya en todos los sitios, pues hay países donde sus programas están vetados por considerar que sus métodos perjudican el bienestar animal.
Cuando utilizamos un collar antiladridos con un perro que tiene Ansiedad por Separación para que no ladre ni aúlle, lo único que podemos provocar es más ansiedad.
El animal vocaliza porque entra en pánico al quedarse solo. Y el ladrido o el aullido es su forma de gestionar esa ansiedad.
Con el collar antiladridos el perro recibe una descarga eléctrica, o una vibración, o una difusión de alguna sustancia desagradable cuando vocaliza.
Esto puede hacer que deje de ladrar o de aullar. Aunque algunos perros tienen tal estado de pánico que no les importa el dolor y siguen vocalizando.
Pero si miramos más allá del puro comportamiento, veremos que le estamos quitando una herramienta que él tenía para gestionar el pánico de la soledad en casa.
Y eso solo puede generarle más ansiedad y/o provocar que la maneje con otras conductas: destrucción, hacerse pis/caca, …
Entiendo que hayas podido utilizar un collar antiladridos en algún momento si tu perro tenía (o tiene) este problema. Las quejas o las denuncias de los vecinos pueden ponerte en una situación muy complicada.
Algunos clientes nuestros han llegado a tener que mudarse por esta causa.
Pero has de ser consciente de que esa no es la solución.
Incluso puede empeorar el problema.
La alternativa pasa por ayudar a tu perro a que aprenda a gestionar emocionalmente la soledad. En ese momento ya no tendrá la necesidad de ladrar o de aullar, porque se sentirá seguro y tranquilo.
Y tú podrás volver a salir de casa sin preocupaciones.
Te invito a descargarte, si no lo has hecho ya, nuestra guía gratuita (pdf) en la que hablamos de 16 Mitos referentes a la Ansiedad por Separación Canina. El collar antiladridos es solo uno de ellos, pero hay 15 más: